Su rostro impávido se niega a responder, y es precisamente aquello lo que me resulta más horroroso en aquella extraña situación.
Mis deseos y frustraciones ahora cubren aquel espacio que alguna vez alcanzó a cubrir por completo su cálida presencia, mientras poco a poco la tierra cubre mis pies.
Recuerdo el cómo corría, brincaba y se dejaba amar, deslizándose suavemente sobre mi piel cercana a mis labios. Sin embargo hoy mi cuerpo se cubre, conforme a mis pasos imaginados, hasta que el brutal peso me detiene en seco para nombrarme.
Me detengo para esperar, para pensar, para imaginar siquiera una luz peregrina, que encienda de un tono rojizo la eternidad, y en respuesta venga a crear un cielo alejado de mis desnudos pies.
Tres sombras veloces bajan a observar… detenidas no lo comprenden. Mientras un árbol, sobre mí, respira a la par con mi pecho y me conduce a sentir el vibrar de sus brazos, al son de una muda melodía, hasta confundirse en la inmensidad celestial, mientras se esfuerza por detener el despiadado, desenfrenado y bestial pesar de miles de explosiones que, al parecer, gozan de tal ataque.
Sigue bailando y sosteniendo el pesar, sin propósito alguno dentro de mi razón; nuestra razón.
Es su sutil paz sobre la vida o la muerte a sus asientos, entre suaves arpegios que suelen regar mi frente adormecida, por el consentimiento de los miles de frágiles brazos húmedos, por el rocío matutino, que aun a estas horas no se ha evaporado y que me sumergen en un cándido abrazo, para mantener inmóviles más que mis mojados pies descalzos.