viernes, 9 de octubre de 2009

Ella se encontraba allí, sin fuerzas siquiera para llorar en soledad.

Él, con sus ojos cerrados a causa de aquella fuerza que lo había abandonado, aun la acompañaba, pero no de la forma en la que lo había hecho en los meses precedentes.

Ella no lo notaba y se sumergía cada vez más en la triste realidad que la rodeaba.

Él, desde su mundo irreal, esperaba, paciente, que llegara compañía, no solo para él si no que, más bien, para la que fue el amor de su vida. Sumado a esto lo asediaba la tristeza por no haber vuelto a ver al que fue su hijo más querido y, en secreto, anhelaba que este lo acompañase en su último viaje, aunque sabía que él no respondería al llamado.

Fue precisamente cuando bordeamos la esquina de la avenida para encontrarnos de frentón con el tétrico edificio. La entrada en su parte superior enseñaba un medio punto que no encajaba del todo bien con la puerta.

En su interior las personas se lamentaban, sintiéndose, hasta cierto punto, culpables por lo sucedido, aunque entendían perfectamente que no eran responsables por cosa alguna.

¡Por Dios! Es una condición humana. De hecho, no solo humana, más bien natural en los seres vivos.

Él lo tenía claro; esta sería la última vez en que lo rodearían sus conocidos y, aunque no pudiera participar activamente en esta curiosa reunión, podría, incluso, estar feliz por las visitas inesperadas. También sabía que al atravesar el umbral, en pocas horas, jamás volvería, pues pasaría a ser parte de la misma tierra por la que caminó.

Tristemente la realidad imaginada y esperada, luego de entrar al lugar, se esfumó para encontrarnos con la resignada sonrisa que esbozó la triste y única mujer que velaba a un costado del altar.


En honor a una intachable persona, Don José Reyes, que vivirá para siempre en el recuerdo de las personas que en alguna ocación gozamos de su grata compañía.